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sábado, 10 de agosto de 2013

Ya no había vuelta atrás.

Está cansada. Cansada de que su madre le diga que nada de lo que haga será suficiente, de que ese chico ni la mire, o peor, que actúe como si solo fueran amigos, pero, espera, es que sólo eran amigos, y eso es lo que le dolía. Estaba cansada de que su profesora dejase de preguntarle si había hecho los deberes, y le pusiera directamente una nota negativa. Pero, ¿acaso tiene una idea de por qué no pudo hacerlos? ¿Acaso sabe algo de su vida? No, pero se limita a poner una raya vertical en color rojo más, en la cuadrícula donde pone su nombre, y sigue con la clase. Estaba cansada de que los gilipollas de turno criticasen cada paso que daba. De no sentirse bien con ella misma, de mirarse al espejo y sentir repugnancia. Por eso ahora ella estaba allí, al borde de aquel edificio, después de una larga espera en el ascensor, pensando en todo eso de lo que por fin iba a deshacerse para siempre, porque no, 12 pisos no se suben tan rápido, le dio tiempo hasta a asustarse. Los pies le colgaban, miró al cielo y pensó que allí todo sería mejor. Esta vez no tuvo valor ni de secarse las lágrimas, esta vez nadie iba a verla, nunca más. Se puso de pie, y pudo ver a todas esas personas que caminaban por la calle, ahora parecían hormigas, y, por una vez en su vida, se sintió grande. Seguía llorando. Si pudiese encontrar un solo motivo por el que quedarse... Pero no, no lo había. Y saltó. Saltó sin pensárselo dos veces. Y allí estaba. Gritando. Acercándose cada vez más a su final. Y entonces, justo en ese momento, tuvo miedo. Pensó en que quizá su madre también tenía problemas y en que ella, como su profesora, nunca le preguntó si los tenía. Pensó en cuando era pequeña, en los viajes que había hecho con su hermano. Pensó en que antes era feliz. Y que quizá habría alguna manera de volver a serlo. Pero ya era tarde. 

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